Entonces tuve celos de mi madre y resolví quitarle su papel. Me apoderé de una obra titulada Tribulaciones de un chino en China y me la llevé a la habitación de los trastos; allí, encaramado en una cama plegable, hice como que leía: seguía con los ojos las líneas negras sin saltar una sola y me contaba una historia en voz alta, teniendo el cuidado de pronunciar todas las sílabas. Me sorprendieron –o hice que me sorprendieran–, lanzaron exclamaciones y decidieron que ya era hora de enseñarme el alfabeto. Fui diligente como un catecúmeno; llegué incluso a darme clases particulares: me encaramaba en lo alto de mi cama plegable con Sin familia, de Hector Malot, que me sabía de memoria y, medio recitando, medio descrifrando, recorrí una tras otra todas las páginas; cuando volví la última, ya sabía leer.
Ver en dos ojos imágenes que entraman paisajes, lugares, las calles, la casa, los muros, las pinturas de los cuartos, los cuartos, el color, el jardín...el mar*